EL LABERINTO
Julián caminaba por las calles húmedas de la ciudad, sus pasos torpes resonaban en el asfalto. La noche era fría, pero él no lo sentía; su mente, devorada por el Alzheimer a sus 68 años, era un torbellino de fragmentos. Recordaba el aroma del café quemado que Clara, su difunta esposa, preparaba cada mañana, el roce áspero de las herramientas en su taller de carpintería, la risa de sus nietos corriendo en el parque. Pero ahora, esos recuerdos se desvanecían como humo, y no sabía cómo había llegado a este callejón oscuro, frente a una puerta metálica sin letrero, iluminada por un pequeño cartel neón rojo que parpadeaba como un latido.
"¿Qué hago aquí?" murmuró, su voz temblorosa. Intentó recordar, pero su mente era un rompecabezas incompleto, con piezas que caían al vacío. La puerta se abrió de golpe, y un joven con el torso desnudo lo miró con una sonrisa burlona. "¿Venís a la fiesta, abuelo?" dijo, su tono oscilando entre la curiosidad y el desafío. Julián frunció el ceño, confundido. Por un instante, pensó que estaba frente a su taller, que el murmullo detrás de la puerta era el ruido de una sierra. Pero no. El aire olía a sudor. Sin saber por qué, dio un paso adelante.
El interior del club era un caos de luces estroboscópicas, música electrónica pulsante y cuerpos entrelazados. El calor lo golpeó como una ola. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores, se movían con frenesí, sus cuerpos desnudos o semidesnudos brillando bajo las luces. Algunos bailaban, otros se tocaban en rincones oscuros, y unos pocos se entregaban abiertamente en el centro de la sala, sus gemidos mezclados con el ritmo ensordecedor. Julián sintió un nudo en el estómago, una mezcla de miedo y curiosidad extraña, como si un eco olvidado de su juventud lo empujara hacia adelante.
Sus manos temblaban mientras avanzaba entre la multitud, rozando accidentalmente pieles húmedas. Una mujer de cabello rojo fuego, con los labios pintados de negro y una remera de los Doors que apenas cubría su cuerpo, lo miró con ojos vidriosos. "¿Querés jugar, loco?" susurró, su voz cortando el ruido como un cuchillo. Antes de que Julián pudiera responder, ella lo tomó de la mano y lo llevó a una esquina donde un grupo de personas bailaban. Dos hombres, uno con el cabello largo y otro con la cabeza rapada, se besaban con furia, sus lenguas entrelazadas mientras sus manos exploraban sin pudor. Una tercera persona, de género indefinido, se arrodilló entre ellos, sus labios deslizándose por la piel de uno mientras sus dedos trabajaban en el otro.
La mujer pelirroja se acercó a Julián, su aliento cálido contra su cuello. "Relajate", dijo, y comenzó a desabrocharle la camisa con dedos hábiles. Julián quiso protestar, pero su cuerpo traicionó su mente. Las manos de la mujer eran suaves, expertas, y cuando deslizó una bajo su cinturón, tocándolo con una mezcla de ternura y urgencia, él cerró los ojos. Por un momento, no estaba en ese club, sino en el taller, con Clara, su cuerpo joven presionado contra el suyo entre astillas y el olor a barniz. Pero la fantasía se rompió cuando otra mano, más áspera, se unió al juego. Julián abrió los ojos y vio a un hombre de barba recortada, desnudo de la cintura para abajo, mirándolo con un deseo crudo. Su erección era evidente, y sus ojos brillaban con una intensidad que lo desarmó.
"Tranquilo, abuelo", dijo el hombre, su voz grave mientras se arrodillaba frente a Julián. La mujer pelirroja lo sujetó por la cintura, sus uñas clavándose ligeramente en su piel, mientras el hombre comenzaba a desabrocharle el pantalón. Julián sintió el calor de su aliento antes que sus labios, y un escalofrío lo recorrió cuando el hombre lo tomó en su boca, moviéndose con una destreza que lo hizo jadear. La mujer, ahora detrás de él, deslizó sus manos por su pecho, sus dedos rozando sus pezones mientras susurraba palabras que no entendía, su cuerpo presionado contra su espalda. Otros se unieron, manos anónimas que lo tocaban, lo acariciaban, lo consumían. Una lengua recorrió su cuello, otra se deslizó por su muslo, y Julián se perdió en una marea de sensaciones que su mente no podía procesar.
El hombre de la barba arrodillado lo amaba con una intensidad feroz, con sus labios y su lengua moviéndose a un ritmo que lo llevaba al borde. La mujer pelirroja se inclinó, uniéndose al hombre, sus bocas alternándose en una danza que lo hacía temblar. Julián intentó aferrarse a algo, a un recuerdo, a Clara, pero su mente era un torbellino. Por un instante, vio el rostro de su esposa, sonriendo, pero luego se desvaneció, reemplazada por los cuerpos que lo rodeaban. Alguien lo empujó suavemente al suelo, y ahora estaba acostado, vulnerable, mientras manos y bocas exploraban cada centímetro de su piel. Una mujer joven, con el cabello teñido de azul, se sentó a horcajadas sobre su rostro, su sexo húmedo contra sus labios, mientras el hombre de la barba seguía amándolo más abajo. Julián, atrapado en la confusión, lamió instintivamente, su lengua explorando mientras ella gemía y se movía contra él.
El acto era un caos de cuerpos, un enredo de piernas, brazos y gemidos. Julián sintió que se disolvía, que su identidad se desmoronaba bajo el peso del placer y la confusión. La mujer pelirroja, ahora desnuda, se unió a la joven, sus cuerpos entrelazados mientras se besaban sobre él, sus manos guiando las suyas hacia sus pechos, sus sexos. El hombre de la barba se levantó, reemplazado por otro, más joven, que lo penetró con una urgencia que lo hizo gritar. El dolor y el placer se mezclaron, y Julián se dejó llevar, su mente fragmentada alternando entre el presente y recuerdos de Clara, de su risa, de su cuerpo cálido en las noches de verano.
Cuando el clímax llegó, fue como una explosión que lo dejó temblando, su cuerpo convulsionando mientras los otros seguían, ajenos a su agotamiento. La mujer pelirroja lo besó en la mejilla antes de desaparecer entre la multitud. El hombre de la barba le ofreció una Villavicencio, pero Julián, aturdido, negó con la cabeza. Se tambaleó hacia un rincón, buscando un lugar donde su mente pudiera descansar. Las luces parpadeaban, los gemidos resonaban, y él sintió que el mundo se volvía más borroso con cada segundo. "¿Dónde estoy?" murmuró, pero nadie lo escuchó.
Pasaron las horas, o tal vez minutos; el tiempo era un concepto que Julián ya no podía medir. Vagó por el club, entrando en habitaciones donde los cuerpos se retorcían en configuraciones imposibles. En una sala, un grupo de hombres formaban un círculo, eyaculando en la boca de una mujer. Julián los observó, hipnotizado, hasta que alguien lo empujó hacia el centro. "¡Dale viejo ahora te toca tragar a vos!" gritó una voz, y antes de que pudiera protestar, estaba desnudo, con la boca abierta, rodeado de desconocidos que eyaculaban en su boca.
Cuando los hombres se iban retirando uno a uno Julián sintió un pinchazo agudo en su pecho, como si alguien hubiera clavado un cuchillo. Intentó gritar, pero su voz se ahogó en la música. Cayó al suelo, su visión nublandose, y por un instante, vio a Clara frente a él, sonriendo, extendiendo la mano. "Acercate", parecía decir. Julián estiró los dedos hacia ella, pero la oscuridad lo envolvió primero. Su corazón, agotado por la enfermedad y el frenesí, dejó de latir.
Los cuerpos continuaron su danza, ajenos a la vida que se apagaba entre ellos. Nadie notó que el viejo ya no respiraba, que su mente, rota pero libre al fin, se había deslizado hacia el silencio. El club siguió su ritmo, un laberinto donde Julián, perdido en vida y en muerte, se convirtió en un eco más, disuelto en la noche.
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